
Cuando asisto a una tertulia, voy preparado para cualquier cosa. En todo intercambio de opiniones te expones a posibles discursos sin fundamento, falacias y hasta ocurrencias de feria. Pero el otro día me tocó vivir una situación difícilmente superable: una militante de Aliança Catalana afirmaba con toda seriedad eso de que los catalanes son una «etnia propia». Nada nuevo ni original, teniendo en cuenta que ese delirio ideológico ha sido bandera de todo el nacionalismo desde Quim Torra a Oriol Junqueras.
Sin embargo, el debate se volvió completamente terraplanista cuando un veterano del PSOE intentando complacer a la catalana aseguró convencido que él es de origen –atentos– «mestizo». ¿Tenía ese convencido socialista ascendencia árabe o nativa americana? ¿Quizás china, bereber, persa o inuit? No, el tertuliano en cuestión afirmaba ser mestizo por tener un padre de Logroño y una madre de Burgos. Entiendo que José Antonio Primo de Rivera defendió eso de que España es un «crisol de razas» pero no creo que fuese eso a lo que se refería.
Aunque no sorprende ese nivel de disonancia cognitiva habitual en los vestíbulos de Ferraz, no quiero que la llamada de la sangre del compañero quede en una anécdota, ya que la situación que tuve la desgracia de presenciar en esa tertulia no es más que la consecuencia de una ideología nacionalista excluyente que –aunque a veces aparenta ser más sofisticada– es la misma que lleva «de-construyendo» España durante las últimas décadas.
Debemos partir de una realidad innegable, y es que por motivos históricos, culturales y emocionales, los españoles siempre hemos gestionado mal nuestros sentimientos por el terruño. Ante todo somos orgullosos, y el lugar en el que nacemos no podía escapar de eso. Yo como canario conozco bien la rivalidad entre Gran Canaria –indiscutiblemente la isla buena– y Tenerife –por supuesto la isla mala–, pero en el mismo saco podemos meter las rivalidades entre Valladolid y León, Gijón y Oviedo, Murcia y Cartagena, Cádiz y Jerez o Villarriba y Villabajo. Eso sí, a veces somos capaces de apartar estas diferencias por un objetivo común: afirmar vehementemente que nuestro lugar de nacimiento sea cual sea, siempre será mejor que Madrid –aunque estas declaraciones suelen hacerse desde algún punto de Chamartín, Malasaña o Argüelles–.
Más allá de ese temperamento tan nuestro –y poniéndonos un poco más serios– en España existen peligrosas tensiones territoriales que amenazan nuestro proyecto de convivencia común, y desde hace muchas décadas se enfatiza más en las diferencias entre españoles que en la herencia que compartimos. Cualquier proceso de construcción nacional siempre tratará de usar las mismas herramientas: la lengua, la educación y los medios de comunicación. Estamos hartos de denunciar la situación de adoctrinamiento supremacista que hay en las escuelas o los medios de comunicación públicos en Cataluña o País Vasco.
Esta situación es en parte consecuencia de décadas en las que los Gobiernos de España han dependido de un Congreso que ha desplazado los debates nacionales de calado para convertirse en una asamblea de caciques regionales que se presentan para chantajear y medrar todo lo posible del Presidente de turno. En un principio aparentan un tono más suave, abanderando la «defensa de los intereses de su tierra» mediante un tibio regionalismo y una fingida «responsabilidad de Estado». Sin embargo, progresivamente van desvelando su proyecto real y excluyente pasando siempre por las mismas fases: desde la «nación de naciones», atravesando el «derecho a decidir», para acabar hablando de la etnia y la genética.
En otras palabras, nunca habría existido un Puigdemont –o una Orriols– sin un Pujol que trabajase durante décadas para expulsar cualquier representación de España de Cataluña e imponer artificialmente una nueva identidad. Todo viene de la misma base xenófoba: considerar que el resto de españoles no somos dignos de ser sus compatriotas.
Si bien los nacionalismos han ido más lejos en Cataluña y País Vasco, el resto de España se ha contagiado de esta enfermedad identitaria, algo que es hasta cierto punto comprensible. Si Cataluña y País Vasco basan su orgullo en sus diferencias, creando una historia falsa y una identidad artificial, el resto de regiones no querrán ser menos «especiales», así que también entrarán en esa carrera centrífuga que tiene como única finalidad la destrucción de España como Nación y de nuestros referentes comunes.
Los ejemplos son muchos. En Andalucía –probablemente la comunidad más plural de España– se crea una leyenda nacional inspirada en Blas Infante que pretende decirle a un habitante de Jaén que su identidad regional es la misma que la de un sevillano. En Galicia, las políticas educativas de Feijóo han acabado llevando a los jóvenes a votar al nacionalismo marxista del BNG. En Baleares y Comunidad Valenciana hay partidos que buscan convertir sus regiones en satélites de Cataluña. Navarra deja su capital en manos de ETA. En Canarias, el presidente Clavijo hace gala cada año de una bandera separatista creada por el sanguinario Antonio Cubillo. León busca separarse de Castilla. Hasta en Extremadura, Cantabria o Aragón se intentan estandarizar lenguas perdidas de cuatro pueblos como un «idioma nacional» de lugares donde nunca se han hablado.
Este collage balcánico que se intenta vender como «progresista» es profundamente reaccionario. Buscan destruir los vínculos y afectos que me unen a mi como canario con mis amigos de Cataluña, Galicia o Andalucía para imponernos una extranjería que no existe.
Sé que en tiempos de relativismo y posverdad es difícil decir esto, pero España existe. No es un invento ni una opinión, sino que está legitimada por siglos de historia. Nuestro país proviene de un pasado común romano y visigodo, de la vocación universalizadora del catolicismo sobre la que se levantó nuestro imperio durante siglos, de la Constitución de 1812 que cristaliza una Nación política de españoles, libres e iguales, de ambos hemisferios, así como de la Transición a la democracia que, aunque debo admitir que sus errores originaron muchos problemas de hoy, representó la superación de la Guerra Civil y el comienzo de años de prosperidad. En definitiva, España es uno de los proyectos de civilización y modernidad más ilusionantes de la historia.
Ha sido en esos momentos en los que lo común ha prevalecido donde hemos protagonizado los mayores avances culturales, políticos, sociales o filosóficos, donde hemos mirado al futuro con esperanza desde la unidad, lejos del pesimismo que nos ha caracterizado cuando nos hemos dividido.
Es precisamente por eso por lo que la centrifugación de España es de los mayores peligros que enfrentamos. Frente al proyecto universal del idioma español, arrojan como arma lenguas regionales. Frente a un orgullo adulto y crítico sobre nuestra historia, nos imponen la leyenda negra. Frente a la conmemoración de la Transición democrática, celebran la flebitis terminal de Franco. Incluso en la cultura, donde degradan la elegancia de la tradición española de las campanadas de Nochevieja a la payasada de Broncano y Lalachús. Degradan las referencias comunes que me unen con mis amigos de toda España para que cada día nos sintamos más apartados y enfrentados, más sólos, más débiles.
¿Quiénes son los responsables de todo eso? Aquellos políticos nacionalistas que han trabajado décadas porque estemos en esta situación y, por supuesto, los que han tragado con concesiones constantes y les han dado carta de corrección política en vez de responder con un proyecto de unidad para todos los ciudadanos. El primero el PSOE, del que poco hay que decir desde que Miquel Iceta salió en un debate a decir que se había puesto a contar naciones frente a un mapa de España. Sin embargo, lo grave de verdad es lo del Partido Popular, que hoy en día carece absolutamente de un proyecto político de unidad para los españoles, y más que un partido nacional parece una Confederación Española de Caciques Autónomos, recordando los viejos vicios de nuestra derecha.
El reto que enfrenta España no radica únicamente en la proliferación de identitarismos regionales ni en los excesos de los nacionalismos centrífugos, sino también en la falta de un proyecto nacional ilusionante y sólido que sea capaz de reforzar nuestros lazos comunes. Por supuesto, ese proyecto no puede pasar por un pendulazo igual de nacionalista pero de signo centrípeto –España nunca ha triunfado cuando se ha construido contra una parte– sino por la puesta en común de nuestra herencia compartida, nuestra cultura, nuestra lengua y nuestra historia.
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