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Nota: todos los socios de Voces Libres España tienen el derecho de publicar artículos en el blog, estos reflejan las opiniones personales del autor y no son un posicionamiento oficial de la asociación.

Monopolio de las licencias


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En toda economía moderna, el acceso a muchas actividades no depende sólo del talento o de la demanda, sino de permisos previos. Esos permisos —las licencias— pretenden proteger al consumidor, pero también generan otras consecuencias. 


I) Las licencias monopolísticas


Las licencias pueden ser de operación (un número determinado de concesiones para telefonía móvil, radio, taxi, etc.) o de ejercicio profesional (médicos, profesores, técnicos deportivos, etc.). En ambos casos funcionan como filtros legales que limitan la entrada a un sector, reducen la competencia y otorgan privilegios a quienes ya están dentro. Cuando hay licencias, el número de operadores queda acotado y el riesgo de prácticas abusivas aumenta, porque mientras que en un mercado libre, cualquier pacto de precios atraería competidores que aprovecharían el diferencial; con licencias, la puerta está cerrada. 


Todas estas licencias son requisitos estatales para operar o trabajar, y cada Estado elige qué profesiones son sometidas a licencias. Unas las concede directamente el Estado mediante exámenes oficiales o empresas centralizadas, y otras se delegan en centros privados cuyo título tiene efecto habilitante. En el caso de España, podemos ver licencias emitidas por el Estado como el MIR o el acceso a la abogacía; y licencias (también obligatorias) emitidas por empresas privadas gracias a permisos del Estado, como los másters de acceso al profesorado, o las habilitaciones de técnicos deportivos, entre otras.


II) El Estado y las empresas de expedición de licencias


Habitualmente la competencia mejora la calidad. Sin embargo, en los mercados existentes de obtención de licencias a través de empresas privadas, donde el “producto” final es la obtención de una licencia estatal estandarizada, la competencia queda atrapada, porque nadie puede ofrecer una licencia “mejor” que la de su vecino, ya que todas son, por diseño, idénticas. Esta es la situación de buena parte de las empresas privadas de formación —escuelas especializadas, centros de técnicos deportivos, facultades o instituciones que preparan para el acceso a la abogacía, y academias que entrenan para habilitaciones concretas— cuyo output efectivo no es un servicio diferenciable, sino la acreditación necesaria para que la autoridad expida la misma licencia para todos. El resultado es menos innovación pedagógica, más “preparación para el trámite”, precios al alza por oferta limitada y rentas regulatorias para quienes controlan los cuellos de botella.


Según Hayek, la sociedad y el mercado son órdenes espontáneos. Cada persona posee conocimiento particular y disperso, que no puede ser agregado ni procesado centralmente. Cuando el Estado impone una licencia para ejercer una profesión o actividad, está partiendo del supuesto falaz de que sabe mejor que los individuos y el mercado quién está cualificado, en qué condiciones, y bajo qué criterios. La licencia estatal reemplaza la evaluación del consumidor libre por la del burócrata centralizado. En lugar de permitir que los ciudadanos decidan —a través de sus decisiones de consumo— qué profesional es competente, el Estado impone un criterio único, generalizado y obligatorio plasmado en las licencias; reflejando su fatal arrogancia, al suponer que un comité puede establecer mejores criterios que millones de interacciones humanas descentralizadas.


III) La seguridad como justificación esencial


Que una persona ofrezca servicios médicos sin estar en posesión de una licencia estatal puede parecer, a primera vista, una situación socialmente peligrosa. Pero esta valoración se basa en una premisa de que el Estado debe monopolizar la validación de competencias profesionales (emitir licencias o decidir quién y cómo las emite). Sin embargo, lo esencial no es que el profesional esté avalado por una autoridad coactiva, sino que actúe de manera transparente, voluntaria y contractual con quienes deciden libremente contratar sus servicios. Si el profesional o la empresa de este, informa claramente de su situación —por ejemplo, que no posee una licencia oficial— y el paciente consiente en ser tratado bajo esas condiciones, no hay engaño ni coacción, por tanto no hay base para la proscripción legal. Ahora bien, si alguien se presenta falsamente como licenciado o engaña activamente sobre su formación, estaría incurriendo en un fraude contractual, punible en cualquier sistema jurídico mínimamente coherente con los principios de reparación del daño y responsabilidad individual.


La existencia de licencias obligatorias no elimina el riesgo de mala praxis. Además, desplaza la responsabilidad desde el consumidor hacia el burócrata, generando una ilusión de seguridad que elimina el juicio crítico del ciudadano. Paradójicamente, en un entorno más libre y competitivo, los consumidores tienden a ejercer un control más severo, ya sea a través de la investigación personal, la consulta de sellos privados de calidad, la evaluación de la reputación, o la contratación de seguros que exijan estándares definidos por entidades privadas.


IV) Las trabas burocráticas


¿Por qué un conductor experimentado, con miles de horas al volante y sin un solo incidente, no podría trabajar como VTC simplemente conectándose a una aplicación de código abierto que le permita ofrecer sus servicios directamente a los consumidores? ¿Por qué un jurista autodidacta, formado con criterio y rigor, no podría representar legalmente a quienes voluntariamente deseen contratarlo, sin necesidad de pasar por una licenciatura oficial? ¿Por qué un piloto comercial con acreditación y experiencia en EE.UU. se ve impedido de volar en una compañía europea, aunque tanto aerolíneas como pasajeros confiaran plenamente en su capacitación?


La realidad es que el Estado ha usurpado el derecho a decidir quién está “autorizado” a trabajar en determinadas áreas, aun cuando no haya daño, engaño ni coacción en la relación entre las partes. Naturalmente, nadie niega que existan diferencias en formación, competencia o experiencia entre profesionales. Pero eso no justifica que tales diferencias deban ser dirimidas desde un monopolio político que impone un único estándar de acceso y lo convierte en condición sine qua non para ejercer. En una sociedad libre, esas decisiones las tomarían los consumidores y las empresas, no los ministerios.


De hecho, el libre mercado no elimina la selección profesional. Las empresas podrían seguir exigiendo títulos académicos o licencias internacionales si así lo consideran necesario para su reputación o seguridad. Pero también podrían valorar otros factores como la experiencia directa, las evaluaciones de clientes anteriores, los certificados de reputación emitidos por plataformas, o incluso pruebas propias.


V) El mercado libre de licencias


La eliminación de las licencias estatales no implica en absoluto la desaparición de las licencias como mecanismo de validación profesional. Más bien al contrario, ya que abriría paso a un entorno institucional más rico, dinámico y competitivo donde proliferarían múltiples sistemas de certificación —de distintos niveles, enfoques y estándares de calidad— adaptados a las necesidades y preferencias de consumidores y empresas. El problema no es la existencia de licencias, sino su monopolización por parte del Estado. Cuando un solo organismo impone coactivamente qué se considera una habilitación válida, se cierra el espacio al descubrimiento de normas mejores, se sofoca la innovación y se impide que el mercado explore soluciones más eficientes. 


En un mercado libre de licencias, cada institución (hospitales, universidades, empresas de transporte o centros educativos) podrían establecer libremente qué tipo de acreditación exigen a sus trabajadores. Algunas podrían aceptar licencias emitidas por entidades muy exigentes, con estándares elevados; otras preferirían certificaciones más asequibles. En realidad, serían los consumidores, no los burócratas, quienes decidirían —con su juicio y con su dinero— qué estándares son más valiosos y dignos de confianza. Este sistema, además, se autorrefuerza mediante mecanismos voluntarios de verificación. Por ejemplo, si un hospital decide contratar únicamente médicos acreditados con la “licencia A”, puede externalizar a una empresa independiente la supervisión del cumplimiento efectivo de ese estándar. De esta manera, se traslada al mercado un mecanismo reputacional y de cumplimiento normativo que es mucho más eficaz que la mera promesa legal estatal. Una empresa privada especializada en validar estándares médicos será siempre más eficaz que un Estado obligado a supervisar simultáneamente sectores tan diversos como la sanidad, la alimentación, la construcción o el transporte, sin dominar a fondo ninguno de ellos.


Nada impediría que existieran hospitales con licencias distintas, o incluso sin certificaciones explícitas, pero la diferencia crucial es que en este contexto la confianza no se impone por decreto, sino que se gana, y la calidad se vuelve una ventaja competitiva, y no una mera formalidad burocrática. Las licencias no desaparecen con la liberalización, sino que se multiplican, se perfeccionan y se diversifican. Lo que desaparece es su carácter coactivo y monopolístico, y con ello, desaparece también la ilusión de seguridad delegada que adormece al consumidor, y renace la responsabilidad individual, la libertad de elección y la superior eficacia de las instituciones libres frente a las impuestas.

 
 
 

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