Nuevas barreras laborales
- Nicolás Sánchez Cominero

- 11 ago
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En sus ratos libres —cuando no están ocupados intentando salvar sus carreras políticas—, nuestros gobernantes han encontrado tiempo para, una vez más, intentar intervenir en la economía. Esta vez, el objetivo ha sido el mercado laboral, donde planean implementar por decreto una reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales.
Aunque se venda como un avance social, lo cierto es que obligar a trabajar menos tiempo, sin reducir el salario, equivale a encarecer el coste por hora trabajada. A efectos prácticos es una subida salarial. Como toda distorsión artificial del precio de un bien —en este caso, el tiempo de trabajo—, genera desequilibrios. Si antes un trabajador producía 100 unidades en 40 horas, ahora se espera que produzca lo mismo en 37,5. Poder hacerlo conllevaría aumentar mágicamente su productividad un 6,67% solo porque lo diga el BOE. Ante este nuevo marco, las empresas solo tienen tres salidas: asumir el sobrecoste —si su margen se lo permite—, reducir plantilla para compensar las horas perdidas, o reducir los salarios reales por vías indirectas (eliminando bonificaciones, recortando horas extra o endureciendo las condiciones laborales).
La medida golpea con especial dureza a las pequeñas empresas, los autónomos y los sectores intensivos en mano de obra. Pensemos en una cafetería con seis camareros, cada uno trabajando 40 horas. Eso son 240 horas semanales de atención al público. Con la nueva jornada, la empresa pierde 15 horas por camarero, es decir, 90 horas menos en total. Para mantener el mismo servicio, tendría que contratar al menos dos trabajadores más. Eso implica más costes salariales, más cuotas, más papeleo y más dificultades para cuadrar turnos, además de que lo normal es que no pudieran permitírselo. Cuando una pyme se aprieta el cinturón, los primeros en quedarse fuera son siempre los más vulnerables, es decir, los jóvenes sin experiencia, las personas en busca de su primer empleo, los trabajadores con baja cualificación, inmigrantes en proceso de adaptación, o quienes necesitan reincorporarse tras una pausa laboral. Así, bajo la apariencia de una conquista social, se levanta una nueva barrera de entrada para miles de personas que solo buscan una oportunidad para empezar.
Un trabajo que demande unas condiciones distintas de las obligatorias para poder subsistir, será un trabajo que desaparezca o se sume al mercado negro. Cuando el marco legal impone condiciones que no reflejan la realidad económica de ciertos sectores —como horarios mínimos, rigideces contractuales o costes laborales elevados— se rompe el equilibrio natural entre oferta y demanda. Los empleadores ya no pueden contratar en los términos que les permitirían mantener la actividad, y los trabajadores dispuestos a aceptar esas condiciones pierden oportunidades laborales reales. Así, el trabajo no desaparece por falta de necesidad, sino por imposibilidad legal de realizarse dentro del sistema.
Moralmente, no hay que olvidar que muchas de esas condiciones consideradas “malas” —como jornadas largas, horarios nocturnos o remuneraciones modestas— son, en realidad, el resultado de acuerdos libres entre partes. No todo empleo encaja en el molde ideal de una jornada reducida con salario elevado. Hay trabajos duros por naturaleza, sectores exigentes por estructura y personas que valoran más la oportunidad de ingresar, aprender o progresar que el confort inmediato. Que alguien acepte condiciones exigentes no significa que sea víctima de explotación, sino que, dentro de sus opciones, ha elegido la que considera más valiosa.
Los trabajos que desaparezcan no serán sustituidos por otros mejores, serán simplemente actividades que dejarán de existir, servicios que los consumidores ya no podrán disfrutar, inversiones empresariales que quedarán estancadas o pérdidas, y trabajadores que deberán intentar reubicarse en un mercado laboral rígido, altamente regulado y con escasa movilidad sectorial. Por otro lado, los trabajos que se trasladen al mercado negro seguirán existiendo, pero fuera del marco legal. El Estado, en su intento de reprimir esta informalidad que él mismo ha provocado, destinará más recursos a inspecciones, sanciones y vigilancia, incrementando los costes. Paradójicamente, cuanto más pretende el Estado regularlo todo, más pierde el control.
Sin embargo, más allá de las graves distorsiones económicas, lo más grave es que esta medida recorta la libertad de elegir. Porque no todos queremos lo mismo, ni vivimos las mismas circunstancias, ni valoramos igual nuestro tiempo. El valor del trabajo —como el de cualquier bien— es profundamente subjetivo. Existen individuos que asignan mayor valor a ingresos adicionales, otros priorizan el tiempo libre, y muchos simplemente aspiran a pactar sus condiciones laborales de forma libre, sin la mediación paternalista del Estado. Suprimir esa posibilidad no equivale a proteger al ciudadano, sino a negar su capacidad de autodeterminación. Afortunadamente, la parálisis política, la falta de consenso y el eterno problema presupuestario, impiden que medidas como esta se conviertan en ley. Así que, de momento, estamos a salvo.






Debo precisar que en el ejemplo de la cafetería las cifras son incorrectas. La reducción real sería de unas 15 horas a la semana en total, lo que llevaría a necesitar otro camarero que cubra ese tiempo con media jornada adicional. A pesar del error, se trata de un ajuste numérico sin mayor trascendencia, pues el contenido económico y las conclusiones no varían en lo más mínimo. Fdo. Nicolás Sánchez