El silencio selectivo: cuando la violencia política se disfraza de justicia
- Aitor Cervantes Heredia

- 22 sept
- 6 Min. de lectura
El asesinato de Charlie Kirk no solo es un crimen político, sino un espejo de nuestra polarización: cuando la condena a la violencia depende de la ideología, la democracia se debilita.
¿En qué piensas cuando oyes la palabra terrorismo? Tal vez en ETA y sus coches bomba, en el silencio impuesto por el miedo durante décadas en España. O quizá en el 11 de septiembre, cuando aviones comerciales se estrellaron contra las Torres Gemelas para sembrar el terror a escala global. Hemos aprendido a asociar el terrorismo con grandes organizaciones y con fines políticos o religiosos, pero su esencia no está en la bandera que enarbole, sino en el uso deliberado de la violencia para imponer miedo y silenciar.
Y si alguien decide disparar a un orador en medio de un acto público solo porque no tolera sus ideas, ¿no está persiguiendo exactamente eso: callar por la fuerza lo que no puede rebatir con argumentos?
El pasado miércoles, Charlie Kirk, activista conservador y fundador de Turning Point USA, fue asesinado durante un acto público en Estados Unidos. La noticia sacudió a la prensa internacional, incluida la española, pero lo más preocupante ha sido la manera en que algunos sectores de la izquierda han reaccionado: con relativización, silencios cómplices o incluso justificaciones.
Se ha confirmado que el ataque tuvo motivación política y que el agresor sostenía ideales opuestos a los de Kirk, pero eso no hace más aceptable su asesinato. Resulta profundamente inquietante observar cómo, en lugar de una condena unánime y clara contra la violencia política, ciertas voces han optado por enmarcar el crimen como una especie de “consecuencia inevitable” de sus ideas, como si sostener posturas impopulares o controvertidas pudiera convertir a alguien en objetivo legítimo.
Esa lógica perversa abre la puerta a normalizar la eliminación física del adversario como herramienta de lucha ideológica. La rapidez con que algunos han emitido juicios sobre la víctima, casi celebrando su destino por ser conservador, dice mucho más de quienes lo hacen que de la persona asesinada, y revela hasta qué punto el sectarismo ha comenzado a erosionar el valor más básico que debería sostener cualquier democracia: el respeto absoluto por la vida humana, incluso —y especialmente— la de quien piensa distinto.
Algunos sectores han reaccionado reprochando que se le dé tanta atención mediática mientras — dicen— se ignoran otras tragedias, como la muerte de niños palestinos o de civiles en conflictos olvidados. Sin embargo, resulta llamativo que muchas de esas mismas voces solo parecen movilizarse con vehemencia por ciertas causas, llegando incluso a boicotear actos deportivos o culturales —como cuando se interrumpen carreras ciclistas— con la supuesta intención de “visibilizar” su causa, aunque en realidad a menudo parezca más un gesto de autoafirmación moral que una ayuda real a las víctimas. No protestan con la misma intensidad por la mujer ucraniana asesinada en el metro, ni por los incontables conflictos africanos o asiáticos que dejan miles de muertos cada año. Denunciar la muerte de civiles palestinos es legítimo y necesario, por supuesto, pues son civiles indefensos, pero eso no justifica minimizar otras tragedias. Porque lo preocupante aquí es cómo la sociedad, polarizada hasta el extremo, ha llegado a un punto en el que la muerte de alguien antagónicamente ideológico, ya no provoca duelo ni condena, sino un debate sobre si “merecía” vivir o sobre si debemos otorgarle voz póstuma, como si la vida humana estuviera sujeta al filtro de nuestra afinidad política. Lamentable.
Me parece especialmente acertada la reflexión de Hunter Kozak, joven activista con el que Kirk debatía y que presenció el ataque en directo: “Por mucho que estuviera en desacuerdo con él en todo, había una cosa que nos unía: el deseo de confrontar con quienes no piensan igual. Lo que ha ocurrido es intolerable”. Kirk defendía el derecho a portar armas, se oponía al aborto, criticaba las políticas a favor de personas transgénero y promovía valores conservadores y de libre mercado. Sus opiniones eran polémicas; en ocasiones, comparó el aborto con el Holocausto para ilustrar su postura provida. Pero, independientemente de la controversia, ejercía su derecho a debatir y expresar sus ideas, algo esencial en cualquier democracia. Fue así como fundó su asociación, generando tanto admiración como rechazo con sus debates universitarios. Ellie, una estudiante de 16 años de Brooklyn, decía a la BBC: “Todos mis conocidos estamos horrorizados por el tiroteo del que fue víctima. Nadie debería ser asesinado por expresar sus ideas”.
Kirk no era ni “fascista” ni “nazi”; sino que su verdadero “pecado” fue plantar cara al movimiento woke. En España, la violencia política ya es palpable: políticos de derechas que visitan universidades públicas se enfrentan a gritos, insultos y boicots, y casi por suerte no son agredidos físicamente. En lugar de condena, surgen matices, excusas y explicaciones que intentan culpar a la víctima. Imaginemos que un activista de izquierdas hubiera sido asesinado en un acto público: los medios hablarían de “odio de la derecha”, del “clima irrespirable” y de la amenaza fascista. La condena sería inmediata y unánime. Pero cuando la víctima es de derechas, el relato cambia: se relativiza, se maquilla y, en ocasiones, se culpa a la propia víctima.
La violencia política solo merece condena firme cuando afecta a unos, y se minimiza cuando afecta a otros. La muerte de Charlie Kirk debería recordarnos que toda vida política es igualmente valiosa y que la democracia requiere respeto universal, incluso hacia quienes pensamos que sus ideas son equivocadas u ofensivas.O, por lo menos, como decía el filósofo José Antonio Marina: “Lo que es respetable es el derecho a exponer tu opinión sin que haya una inquisición”.
¿Estamos dispuestos a aceptar que haya muertes políticas de “primera” y de “segunda”? ¿Vale más la vida de un activista progresista que la de uno conservador? Si la respuesta es no, debemos actuar con coherencia: condenar con la misma fuerza toda violencia política, sin importar la ideología de la víctima. También es cierto que han existido episodios en los que la derecha tampoco ha dado ejemplo: casos que demuestran que el fanatismo no entiende de colores políticos. Precisamente por eso debemos armarnos de conciencia y luchar por un objetivo común: que no haya violencia política, venga de donde venga. La política, en su esencia, está para sostener y mejorar a la sociedad; condenar de antemano a otras ideologías es también condenar las posibles mejoras que puedan aportar.
No todo lo que digan los partidos que no comparten nuestro marco ideológico es necesariamente malo, ni todo lo que defienden los nuestros es siempre acertado. Lo verdaderamente importante es entender que, por ejemplo, en un municipio como Las Palmas, el PSOE, el PP, Coalición Canaria, Nueva Canarias o Vox pueden ser responsables tanto de mociones extraordinarias como de auténticos desastres comunitarios. Por eso no debemos permitir que la política se convierta en un campo de trincheras. No podemos polarizarnos: debemos denunciar de forma activa que la violencia política no es una opción, sino una carencia de civismo y, como describía en la introducción, una forma de terrorismo.
Su muerte no borra otros conflictos o asesinatos internacionales, pero sí nos obliga a reflexionar sobre el nivel de polarización de nuestra sociedad y sobre cuánto odio pueden llegar a sembrar algunos. Julia Pierce, miembro de Turning Point USA durante más de una década, asegura que Kirk dio confianza a jóvenes conservadores que se sentían minoría: “Antes, en los jóvenes era popular ser demócrata. Pero él popularizó ser partidario de Trump, usar la gorra MAGA y vivir bajo valores familiares tradicionales”.
Chandler Crump, activista que lo conoció con solo 14 años, recuerda: “Éramos jóvenes líderes negros con gorras MAGA y él decía que no importaba si eras negro o blanco. Nos prestaba atención. Por eso los jóvenes lo escuchábamos”.Sus seguidores lo recuerdan como un mentor que les dio visibilidad y seguridad para expresar sus convicciones políticas.
Charlie Kirk ejercía su derecho a expresarse en un contexto democrático, y su asesinato no solo es un crimen contra él, sino un ataque a la libertad de expresión y al debate político. Ninguna ideología justifica el asesinato, y ninguna democracia puede permitirse relativizarlo. La vida de quienes piensan diferente debe ser respetada, siempre.
Y es que, querido lector, te invito a preguntarte por qué piensas lo que piensas, por qué consideras que tus valores son los correctos y adecuados. Incluso si eres militante de Voces Libres, asociación a la que pertenezco y donde publico este artículo, te animo a reflexionar sobre cuán sólidos son tus argumentos para defender tu rama ideológica. Una vez tengas claras tus respuestas —o al menos más certeza de ellas—, recuerda que siempre habrá una parte de la sociedad, aunque no comulgue contigo, dispuesta a escucharte. Aquí me incluyo. Porque la violencia política es el peor arma al que podemos recurrir, y criticar al rival a veces solo simboliza nuestra propia debilidad. Escuchemos activamente al oponente y aprovechemos el diálogo para crecer y evolucionar. Solo así podremos mejorar.
Si leemos lo que no apoyamos —un liberal leyendo a Marx o un marxista leyendo a Adam Smith— estaremos avanzando por el camino del aprendizaje y dando un paso atrás respecto a la polarización desmedida.Mucha razón tenía Voltaire cuando decía: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”.







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