El dilema del prisionero es célebre entre psicólogos y economistas. Dice que la policía
arresta a dos sospechosos. No hay pruebas suficientes para condenarlos y, tras haberlos separado, los visita a cada uno y les ofrece el mismo trato. Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total, diez años, y el primero será liberado. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero recibirá esa pena y será el cómplice quien salga libre. Si ambos confiesan, ambos serán condenados a seis años. Si ambos lo niegan, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante un año por un cargo menor.
En este sentido, la confesión será la estrategia más beneficiosa para cada uno de los
prisioneros, pues le permitirá reducir su pena con respecto a lo máximo que se les podría condenar (6 años o libre en vez de 10 años). Sin embargo, en muchas situaciones, los prisioneros decidirán no cooperar con la policía, y ello implicará que ambos serán condenados a prisión.
Hasta cierto punto, Ione Belarra se encuentra en una disyuntiva similar a la que se le
presentaba a estos reos. En julio del año pasado, decidió cooperar con su compañera de
celda, Yolanda Díaz, para presentarse juntas a las elecciones generales y maximizar su
resultado electoral, obteniendo para Podemos más diputados de los que, presumiblemente, habría obtenido de ir sola. Sin embargo, esta cooperación actualmente no tiene muchos visos de prosperar. Ambas reclusas parecen arrepentirse de haberse apoyado, pues ni una puede contar ya con los apoyos seguros de los diputados podemitas, ni la otra se puede beneficiar de los recursos y la exposición pública que da sentarse en el Consejo de Ministros.
En estos tiempos en que parecemos vivir un impasse político y donde el legislativo da la
espalda a el ejecutivo (por mucho que pretenda gobernar sin él), no son pocos los
analistas y tertulianos que se aventuran a adivinar el final próximo de la presente
legislatura. Y, en ese entonces, las dos prisioneras deberán volver a decidir qué hacer con su estrategia política.
Si hacemos caso de las encuestas, los morados de Belarra estarían lejos de obtener algo
más que un aplauso en las circunscripciones de menor tamaño (e incluso en las de
tamaño mediano); mientras que los magentas de Díaz podrían verse perjudicados si, por la presencia de los primeros, ese último escaño que tantas veces decide gobiernos
acabara escapándoseles de las manos por un puñado de votos. Esto no es sencillo de
vislumbrar en Madrid o en Barcelona, pero provincias medianas y pequeñas como
Navarra, Zaragoza, Córdoba o incluso la históricamente obrera Asturias podrían hacer
tambalearse la posibilidad de que la izquierda se mantuviera en el gobierno.
Sin embargo, son conocidas las rencillas, ya no políticas, sino personales, entre las dos
zarinas rojas de la izquierda patria. Ministra y exministra mantienen una pésima relación y una nula confianza la una en la otra, especialmente desde que la Marquesa de Galapagar, señora de la Coleta y Eurodiputada por la gracia de Pablo fuera defenestrada salvajemente en su particular noche de los cuchillos largos. Por ello, es poco probable que, sin unas relaciones personales sólidas, la posible unión que se pudiera fraguar al calor electoral fuera simplemente un cascarón vacío, un barco sin velas y capaz de hundirse al más mínimo soplo de aire.
Además, Yolanda no está sola. Su grupo parlamentario no es único y monolítico; pues
integra en él a nacionalistas valencianos (Compromís), aragoneses (CHA), baleares
(Més), “pijoprogres” de Madrid (Más Madrid), comunistas (PCE) y otros grupúsculos
irredentos que parecen resistirse a ceder la soberanía sobre el quién, el cómo y el con
quién concurren a las elecciones. ¿Acaso admitirán en su caos particular a un actor más
que pueda demostrar, como ya hizo en el pasado, que es una nota discordante y
problemática?
Sí, sin duda, Ione Belarra y Yolanda Díaz se encuentran en su particular dilema del
prisionero. Y, aunque la solución política y racionalmente más lógica debiera ser que
cooperasen entre ellas para maximizar su resultado potencial, los egos, la desconfianza
y la cerrazón alejan esa posibilidad de tornarse en realidad. ¿Cooperarán con la justicia
estas dos reas del delito de lesa política para intentar salvar sus dos puestos o, por el
contrario, intentando salvar el suyo propio y despreciando las fortalezas de la otra
acabarán siendo el explosivo que dinamite las posibilidades electorales de todo su
espacio?
Solo ellas (y como mucho la Marquesa) son capaces de saberlo. A nosotros, por ahora,
nos toca coger palomitas y esperar; porque al igual que en la serie que el vicepresidente
de la coleta le regaló al Rey, suenan las Lluvias de Castamere... y comienza el juego de
tronos. O, mejor dicho, comienza el juego de sillones.
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