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Reflexiones «A calzón quitao»

Cuando ayer decidí comprar el nuevo libro de Alejandro Fernández: «A calzón quitao: España, Cataluña y el PP», era consciente de que iba a ser un masaje intelectual. Además de mi evidente afinidad ideológica y admiración personal hacia Alejandro, su prosa cercana y fluida me daba la excusa perfecta para procrastinar un día más otras lecturas pendientes. Sin embargo, lo que no sabía era el efecto terapéutico que iba a tener en un servidor leer los inicios en política del presidente del PP catalán con los que, salvando las distancias, no pude evitar sentirme identificado.


Permítanme la impertinencia de hablar de mí en la reseña de un libro —aunque no quiero hacer una reseña al uso, más bien una serie de reflexiones—, pero no puedo evitar hacer paralelismos entre la biografía de Alejandro y mi experiencia personal. Para que se hagan una idea, me he visto reflejado hasta en su decepción al comenzar Ciencias Políticas y darse cuenta de que sus expectativas influidas por una tradición teórica anglosajona contrastaban mucho con una academia centrada en el diagnóstico científico.


Desde sus primeras páginas, Alejandro reivindica sin complejos la vocación política que siente desde niño, una vocación que muchos tratan de disimular con eufemismos ante la mirada antipolítica generalizada en la sociedad. Sin embargo, esa vocación lo llevó a tomar la decisión —en sus palabras— «absolutamente irracional, por no decir suicida», de afiliarse al PP de Cataluña en 1994.


No pude evitar sentir un arrebato de empatía hacia esa pulsión suicida recordando cuando, en un contexto muy diferente, decidí unirme al Ciudadanos de 2020 en Canarias. Un partido que había perdido 47 escaños pocos meses antes y que nunca había consolidado una estructura real en las islas. A ojos de cualquiera, el peor partido, en el peor momento, en el peor lugar. Era el camino más difícil, que desde luego no me iba a garantizar medrar de la política, pero para mí el correcto. 


En mi caso vi morir a Ciudadanos entre mis manos, y ahora quien me conoce sabe que estoy alejado de los partidos, centrado en mi formación y en Voces Libres. No obstante, no puedo evitar sentir como propias las reflexiones que hace Alejandro sobre las dinámicas internas del Partido Popular, probablemente porque me siento muy interpelado por la esencia fundacional popular que describe el libro: un proyecto nacional para España que supere el regionalismo cedista y reúna a liberales, conservadores y democristianos en torno a la liberalización de la economía, una política exterior atlantista, el Estado de derecho y la defensa del pluralismo y el individuo frente a identitarios y nacionalistas.


Precisamente porque me siento interpelado por ese proyecto, también comparto la desesperación de ver cómo el partido que lo debería defender cae en una tecnocracia desideologizada que renuncia a dar la batalla de las ideas, como bien explica Alejandro: por falta de convicción o por falta de recursos intelectuales y valentía. Estas carencias se intentan disimular en no pocas ocasiones como, siguiendo las palabras del autor, «grandes estrategias» que nos intentan imponer con condescendencia a quienes quizás pecaremos por testarudos, pero no por falta de principios.


La situación es incluso más desesperante cuando personas que sabes que tienen convicción y formación caen en esa trampa de las «grandes estrategias» y, por las dinámicas partidistas, se imponen la autocensura, dejándonos al resto muy sólos.


La tesis principal del libro es que el proceso catalán se ha convertido en un proceso español, y que Pedro Sánchez y sus socios tienen como horizonte un cambio de régimen hacia una suerte de República bananera confederal y plurinacional. Alejandro explica con acierto cómo el nacionalismo en Cataluña dejaba el pretendido «talante moderado» de la época de Pujol tras años de nation building, ampliando la ventana de Overton con la manipulación de la cultura, la educación y los medios hasta hacer los delirios nacionalistas pasar por sensatos y criminalizar al disidente. Ese mismo proceso se está replicando a ritmo acelerado en la escena nacional, haciendo que muchos pasen por aceptables, incluso necesarios, los indultos, la reforma de la sedición, la amnistía y, próximamente, un referéndum de autodeterminación.


Alejandro también acierta al defender que no existe un nacionalismo moderado, y en que el «movimiento» nacionalista trasciende a sus partidos y se encuentra también en asociaciones, fundaciones, intelectuales, medios de comunicación y, —añado— por qué no, influencers.


De nuevo me he sentido especialmente movido por esta idea porque, aunque a algunos les pueda sonar raro, desde el extremo opuesto de España, en Canarias, llevo años percibiendo un peligroso proceso lento pero constante de nation building muy parecido al catalán, en el que cada vez más jóvenes aseguran sentirse sólo canarios. La denuncia de este proceso me ha costado discusiones incluso con los compañeros más cercanos de trinchera, en parte porque aún estamos en una fase relativamente «temprana», y lo digo con muchas comillas porque si bien es cierto que Coalición Canaria tiene unos dirigentes «moderados» — más por inercia que por convicción—, ya van impulsando un relato único de «canariedad» obligatoria, forman a sus jóvenes en escuelas del PNV, imponen en la asignatura de Historia de Canarias una versión negrolegendaria de nuestra prehistoria y promueven iniciativas culturales como la plataforma «Identitaria Canarias», desde la que se subvenciona abiertamente la construcción de una nueva identidad canaria basada en el indigenismo y el folklore campesino.


El nacionalismo canario es especialmente repugnante, ya que combina lo peor del supremacismo oligárquico europeo, el anticolonialismo tercermundista africano y un trasfondo marxista heredado de Cuba. Entre los jóvenes, esto ha desembocado en la popularización del «perroflautismo contemplativo» y la cultura del no a todo de los que también habla Alejandro Fernández en su libro. En Cataluña impuesta por la CUP y los Comuns, pero que en Canarias ya es una institución social corrosiva que moviliza a miles de jóvenes y se suma al hecho de que, a diferencia de Cataluña, en las islas nunca ha existido un periodo de despliegue del potencial económico que tenemos. Ya hasta Coalición Canaria asumió de lleno las tesis decrecentistas en su último congreso. 


El «movimiento» nacionalista que analizaba Alejandro en a Cataluña se está replicando y reforzando en Canarias, y no tengo dudas de que cuando dé la orden, su partido responderá. Me atrevo a pronosticar que eso sucederá de aquí a quince años, cuando la base tradicional envejecida de CC no sea suficiente para ganar elecciones. Hasta entonces, Canarias seguirá resignada al estancamiento (y el PP a nivel regional a gestionar el proyecto político de CC desde las consejerías que consigan rascar).


Lo que pasa en Canarias no es aislado, sino que comienza a suceder con mayor o menor alcance en casi todas las Comunidades Autónomas. Hace tiempo que se está agitando el andalucismo, el asturianismo, el leonesismo, el galleguismo y el catalanismo en Comunidad Valenciana y Baleares, seguramente con vistas a justificar esa futura república confederal que pronostica Alejandro, buscando apoyo en todos los territorios. Si los jóvenes no se sienten españoles, entonces no se resistirán a la desaparición de su nación y, lo más grave, en estos territorios nadie está dando la batalla contra estos nuevos identitarismos.


Alejandro ha tenido una trayectoria política intensa y no exenta de dificultades. Merece especialmente la pena leer su crónica de los días de octubre de 2017 en el Parlament. Pero he de reconocer que envidio mucho algo de él, la suerte que tuvo de crecer con Reagan y Thatcher como referentes en un momento donde las convicciones se valoraban y la determinación se premiaba. Los jóvenes de hoy miramos a la derecha y nos vemos abocados a un falso dilema descorazonador entre Donald Trump y Ursula von der Leyen.


Sin embargo, yo me niego a que la desesperanza nos haga caer en la excusa cobarde del pesimismo, Tenemos motivos de sobra para mirar al futuro con una ilusión contenida y responsable. Es cierto que el reto que tenemos enfrente no es menor: la posible desintegración de España y la democracia parlamentaria por un caudillo y su banda. Pero honestamente, creo que esta es una oportunidad para que el espacio del centro-derecha deje sus complejos de lado y recupere para los nuevos tiempos el espíritu fundacional del Partido Popular. Desde la sociedad civil ya empieza a haber una organización seria del (usando términos de Cayetana) «espacio de la razón». 


Los conservadores se están organizando en torno a la asociación NEOS que, por cierto, recientemente ha presentado un informe brillante sobre la situación actual de España. Por nuestro lado, los liberales comenzamos a estar cada vez más coordinados. Desde nuestro átomo de influencia, en Voces Libres pretendemos crear ese tejido civil de jóvenes unidos por las ideas de la libertad, y en esa misión nos acompañan institutos, fundaciones y organizaciones hermanas.


Cierto es que me faltan piezas en este puzle del espacio de la razón. Se echa de menos a democristianos conscientes de su historia e ideas o, por qué no, incluso una socialdemocracia de tradición humanista e ilustrada que se vea reflejada en Fernando de los Ríos o Gregorio Peces-Barba que, desde posiciones muy distintas a las nuestras, puedan crear un proyecto de izquierdas comprometido con la democracia liberal que suceda al actual PSOE, abocado en mi opinión a una irremediable y merecida desaparición.


A pesar de esto, hoy comenzamos a tener motivos de peso para confiar en una refundación del espacio de la razón, y no me aventuro a predecir si será en forma de una evolución del actual PP o de un cambio radical en el escenario político español, pero sí confío en que tarde o temprano surgirá en España un espacio plural en el que, por un lado, debemos tener en cuenta lo que nos une, –el espíritu de concordia, la igualdad ante la ley, la democracia liberal y la defensa de España– pero, por otro, aceptar lo que nos separa. No podemos ni debemos evitar que cuando algunos leamos a Mayor Oreja nos sintamos demasiado alejados de su visión encorsetada sobre la familia, de la misma forma en la que probablemente desde su espacio intelectual se estremecerán al vernos a los liberales defender la despenalización del trabajo sexual o la gestación subrogada. 


Por esto, debemos abrazar nuestras diferencias que, aunque a veces radicales, también son una riqueza para quienes defendemos el pluralismo, ya que ninguno renunciaremos a nuestras ideas y debemos debatirlas y confrontarlas como adultos, pero sin dejar de trabajar para luchar por nuestra base común. En esta línea, es interesante una propuesta de Alejandro cuando propone una reforma de la Constitución: un sistema electoral de listas abiertas. De implantarse, por un lado, las cúpulas de los partidos abandonarían las dinámicas endogámicas y mediocres en la conformación de listas electorales y, por otro, se normalizaría y normalizaría la discrepancia interna y el pensamiento propio en los partidos, algo especialmente relevante en cuestiones morales.


En definitiva, «A calzón quitao» es una oportunidad para poner sobre la mesa debates que muchos han dejado de tener por pereza o cálculo. Leer a Alejandro ha sido, en mi caso, un recordatorio más de por qué algunos seguimos empeñados en mantener una vocación política. No hay soluciones mágicas, ni falta hace. Pero sí hay ideas, personas y una voluntad compartida de recuperar espacios donde se pueda discrepar sin miedo, pensar en largo y hablar con claridad. Y eso, en los tiempos que corren, ya es bastante.

 
 
 

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